Detrás de la Noticia
Ricardo Rocha
Hace dos semanas apenas advertimos del México duro. Nos unimos así a un gigantesco coro colectivo. El de la inmensa mayoría de mexicanos de buena voluntad que en toda la geografía del país y desde los más diversos estratos sociales rechazamos la reforma judicial que la sabiduría popular rebautizó como Ley Gestapo.
Y apenas ayer nos despertamos con la buena nueva de que los señores diputados eliminaron del texto de la mentada reforma el párrafo maldito que autorizaba a las policías del país el allanamiento impune de nuestros domicilios particulares, con la misma brutalidad de siempre, pero ahora bajo el amparo de la Constitución. Un ajuste que no podemos dejar de reconocer y hasta aplaudir, pero que es un engañoso espejismo. Ojo: la reforma judicial de inminente aprobación sigue siendo un retroceso en las materias sustanciales de derechos humanos y garantías individuales. Y el hecho de que se haya eliminado la parte más grotesca y “espectacular” no la hace más sensata. Seguiremos sin tener un país más justo. Pero tendremos un país más duro.
Aun reconociendo que muchos legisladores obraron de buena fe en la rectificación, escuchando sensiblemente las voces de protesta, sería muy ingenuo ignorar que como bloques de partidos evaluaron los costos políticos y decidieron meter reversa. No es del todo exacto que digan ahora que la retracción se debe “a que la medida generó una gran polémica”. No. Lo que hubo es un rechazo unánime a un atropello tan evidente como abusivo. Lo único bueno es que, por ahora, se evitó. Lo malo es que en la reforma se quedan leyes que son verdaderos agravios: el rompimiento de la privacidad mediante el acceso total de autoridades a datos personales y bancarios de cualquiera a quien consideren sospechoso; la introducción de la figura del arraigo hasta por 80 días; la extensión de dominio y una serie de nuevas atribuciones y facultades extraordinarias al Ministerio Público y cuerpos policiacos. Un paquete explosivo dada la corrupción maloliente que caracteriza a nuestros órganos de justicia y las prácticas de barbarie de policías municipales, estatales y federales. En suma, un endurecimiento autoritario que no puede sino ser una señal inquietante para el país.
No obstante, hay que reconocer que es una reforma extraña y dispareja. Y por ello con avances notables: como la novedosa inclusión de juicios orales que facilitarán la impartición de una justicia más pronta y transparente; la implementación de los llamados jueces de control con facultades para revisar actos del Ministerio Público; el acceso a una defensoría de oficio de calidad y la incorporación de principios básicos como el derecho a guardar silencio.
Pero hemos dicho que esas zanahorias no compensan los garrotes para justificar la multimencionada guerra contra el crimen organizado. Y es que, precisamente en ese punto, la reforma parece indefinida con toda intención, evitando especificar qué es exactamente el crimen organizado, qué actos se inscriben en él, quiénes son los enemigos del Estado, y cuándo y cómo atentarían contra la seguridad nacional. En un país donde todavía hay decenas de presos políticos estas preocupaciones están lejos de la paranoia y se inscriben en un realismo marcado por décadas de guerra sucia, corrupción y abusos de la fuerza pública y los aparatos de justicia de gobiernos de todo signo.
Y todavía hay quienes en el Congreso y en el PAN lamentan rabiosamente que —por conveniencia político-electoral— se haya corregido la aberración de los cateos domiciliarios indiscriminados. Si por ellos fuera, la reforma tendría que ser todavía más severa. Sobre todo con los de abajo que a veces se alebrestan como en los tiempos de las tiendas de raya y a los que hay que someter, para que aprendan.
Tengo la impresión de que —como en las plazas públicas— en las cúpulas del poder hay palomas. Pero también halcones. Éstos creen que después del trauma de 2006 lo que hace falta es un gobierno cada vez más fuerte. Pero equivocan el método y los términos. En estos tiempos la fortaleza debe provenir del diálogo, la tolerancia y la inclusión.
Lo otro es una rudeza innecesaria y perversa, con el riesgo adicional de que puede revertirse en cualquier momento.
ddn_rocha@hotmail.com
Ricardo Rocha
Hace dos semanas apenas advertimos del México duro. Nos unimos así a un gigantesco coro colectivo. El de la inmensa mayoría de mexicanos de buena voluntad que en toda la geografía del país y desde los más diversos estratos sociales rechazamos la reforma judicial que la sabiduría popular rebautizó como Ley Gestapo.
Y apenas ayer nos despertamos con la buena nueva de que los señores diputados eliminaron del texto de la mentada reforma el párrafo maldito que autorizaba a las policías del país el allanamiento impune de nuestros domicilios particulares, con la misma brutalidad de siempre, pero ahora bajo el amparo de la Constitución. Un ajuste que no podemos dejar de reconocer y hasta aplaudir, pero que es un engañoso espejismo. Ojo: la reforma judicial de inminente aprobación sigue siendo un retroceso en las materias sustanciales de derechos humanos y garantías individuales. Y el hecho de que se haya eliminado la parte más grotesca y “espectacular” no la hace más sensata. Seguiremos sin tener un país más justo. Pero tendremos un país más duro.
Aun reconociendo que muchos legisladores obraron de buena fe en la rectificación, escuchando sensiblemente las voces de protesta, sería muy ingenuo ignorar que como bloques de partidos evaluaron los costos políticos y decidieron meter reversa. No es del todo exacto que digan ahora que la retracción se debe “a que la medida generó una gran polémica”. No. Lo que hubo es un rechazo unánime a un atropello tan evidente como abusivo. Lo único bueno es que, por ahora, se evitó. Lo malo es que en la reforma se quedan leyes que son verdaderos agravios: el rompimiento de la privacidad mediante el acceso total de autoridades a datos personales y bancarios de cualquiera a quien consideren sospechoso; la introducción de la figura del arraigo hasta por 80 días; la extensión de dominio y una serie de nuevas atribuciones y facultades extraordinarias al Ministerio Público y cuerpos policiacos. Un paquete explosivo dada la corrupción maloliente que caracteriza a nuestros órganos de justicia y las prácticas de barbarie de policías municipales, estatales y federales. En suma, un endurecimiento autoritario que no puede sino ser una señal inquietante para el país.
No obstante, hay que reconocer que es una reforma extraña y dispareja. Y por ello con avances notables: como la novedosa inclusión de juicios orales que facilitarán la impartición de una justicia más pronta y transparente; la implementación de los llamados jueces de control con facultades para revisar actos del Ministerio Público; el acceso a una defensoría de oficio de calidad y la incorporación de principios básicos como el derecho a guardar silencio.
Pero hemos dicho que esas zanahorias no compensan los garrotes para justificar la multimencionada guerra contra el crimen organizado. Y es que, precisamente en ese punto, la reforma parece indefinida con toda intención, evitando especificar qué es exactamente el crimen organizado, qué actos se inscriben en él, quiénes son los enemigos del Estado, y cuándo y cómo atentarían contra la seguridad nacional. En un país donde todavía hay decenas de presos políticos estas preocupaciones están lejos de la paranoia y se inscriben en un realismo marcado por décadas de guerra sucia, corrupción y abusos de la fuerza pública y los aparatos de justicia de gobiernos de todo signo.
Y todavía hay quienes en el Congreso y en el PAN lamentan rabiosamente que —por conveniencia político-electoral— se haya corregido la aberración de los cateos domiciliarios indiscriminados. Si por ellos fuera, la reforma tendría que ser todavía más severa. Sobre todo con los de abajo que a veces se alebrestan como en los tiempos de las tiendas de raya y a los que hay que someter, para que aprendan.
Tengo la impresión de que —como en las plazas públicas— en las cúpulas del poder hay palomas. Pero también halcones. Éstos creen que después del trauma de 2006 lo que hace falta es un gobierno cada vez más fuerte. Pero equivocan el método y los términos. En estos tiempos la fortaleza debe provenir del diálogo, la tolerancia y la inclusión.
Lo otro es una rudeza innecesaria y perversa, con el riesgo adicional de que puede revertirse en cualquier momento.
ddn_rocha@hotmail.com
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