viernes, 14 de septiembre de 2007

Aristegui

La reforma
Carmen Aristegui F.
14 Sep. 07

Como dice el maestro: las cosas hay que decirlas cuando duelen. Trabajo en los medios. Soy periodista de la radio y la televisión. He seguido de cerca, como muchos otros, los acontecimientos más relevantes de este país en materia legislativa, política y social de los últimos años. Creo que frente a los insólitos acontecimientos que hemos presenciando millones de mexicanos en los últimos días, la abstención y el disimulo no tienen cabida. Me pronuncio, desde aquí, abiertamente a favor de la reforma electoral aprobada la noche del miércoles por el Senado de la República. Me pronuncio en contra del despliegue de fuerza e intimidación que se ha desatado en el más amplio espectro de los medios en el país en contra de los poderes establecidos, particularmente los del Congreso, por razones que distan mucho de las esgrimidas en esta pretendida cruzada libertaria. Me preocupa el tufillo golpista que percibo en algunos de mis colegas. No comparto en modo alguno la idea de que esta reforma constitucional ponga en riesgo ni mi libertad, ni la de ningún ciudadano de este país, para expresar opiniones de ningún tipo. Sí creo que la reforma significa un paso trascendente para la vida democrática de México. Se abordan en ella aspectos fundamentales que restituirían a los ciudadanos -si la Cámara baja y los congresos de los estados votan a su favor- el mínimo de confianza y certidumbre que requiere una elección. Con ella se desmontaría un esquema de competencia electoral que ha sido rebasado y distorsionado hasta el extremo. ¿O alguien cree en serio que México aguanta otra elección como la del 2006? ¿O que se pueda soportar que sigamos teniendo procesos escandalosos como el de Veracruz de hace algunas semanas? ¿O peor aún, ver con impotencia la construcción de candidaturas anticipadas como la de Peña Nieto con padrinos identificables? No, esto no aguanta más. Lo que está de por medio es la viabilidad de una vida democrática equilibrada, exenta de intervenciones indebidas, en donde la voluntad popular se exprese simple y llanamente en las urnas, sin más estímulos que los que marca la ley. Se trata -y no es poca cosa- de lo que dijo con todas sus letras, el miércoles por la noche, uno de los hombres cuya biografía política ha cruzado, no sin heridas, por esa realidad inocultable. Santiago Creel decía que esta reforma "...versa sobre los límites que debe tener el dinero sobre las campañas políticas... es el dinero lo que ha pervertido la relación entre medios electrónicos, partidos y candidatos, donde se mezclan intereses económicos, comerciales, políticos e informativos". Habló de esa relación "...en la que nadie o casi nadie puede arrojar la primera piedra, y hay que decirlo con claridad, yo por delante, esa relación en la que políticos y medios somos corresponsables". Y sí, es el dinero el que dio al traste con el modelo de competencia electoral que hoy naufraga, pero no por el dinero mismo. Pudo mantenerse el esquema actual -diseñado hace algunos años en los albores de la democracia electoral- que privilegia los recursos públicos sobre los privados y que ha significado una parte importante de los ingresos que recibe esta industria. Pudo haber sido, si no se hubieran cometido los excesos por cuenta de unos y otros. Los partidos permitieron que la fórmula de crecimiento de los recursos públicos destinados a elecciones fuera creciendo hasta convertirse en una cifra monstruosa, inaceptable, para un país como el nuestro ("la democracia más cara del mundo"). Por su parte, la estructura de poder instalada en la esfera mediática llevó también las cosas al límite, al aprovechar indebidamente el sometimiento de candidatos y partidos en este modelo que los induce desesperadamente a la obtención de recursos y espacios por las más distintas vías, lícitas o ilícitas. Nadie puede ahora llamarse a sorpresa después de lo ocurrido el año pasado. El sometimiento de candidatos y partidos a un esquema de esta naturaleza y con un régimen de concesiones que ha permitido una de las más altas concentraciones en el mundo, hizo posible la aprobación de leyes federales como las de radio y televisión y telecomunicaciones que significaron para la clase política una franca humillación. El yugo del esquema nos mostró -salvo honrosas excepciones- a una clase política disminuida y timorata que se permitió renunciar al interés general. Hoy buscan su reivindicación. Ojalá lo logren. Legisladores como Pablo Gómez -que carga con el estigma que le dejó la ley de medios- resurgen hoy con firmeza. La votación de la reforma dijo, es un hecho emancipador. Para que no quede duda de cuál es el punto. La reforma nos ahorraría escándalos como los ya vividos. ¿Qué fueron -si no producto de esto- los "Amigos de Fox", el "Pemexgate" o el caso Ahumada? Nadie se salva. En los tres casos, en los tres partidos, la búsqueda por recursos para competir. A costa de lo que sea. ¿Alguien sabe cuántas campañas en el país han sido financiadas por intereses inconfesables? ¿Sabemos hasta dónde llega el narcotráfico? ¿No sería suficiente con saber que por lo menos la tercera parte de los spots, transmitidos en la República durante 2006, tienen una procedencia desconocida?

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