Nota enviada por Hector Velasco
Luisa Velasco
4 de abril, 07
Había una vez en Tetlatzinga, una comunidad nahua arrinconada en la sierra de Zongolica, Veracruz; el lugar era humilde, se respiraban las ganas de comer y el frío, que también helaba los pies descalzos. Allí nació Ernestina Ascensio Rosario hace 72 ó 73 años, hija de padres indígenas de lengua nahua. Desde siempre se dedicó a las obligaciones propias de cualquier mujer: echar tortillas, darles de comer a los animales, acarrear agua, soportar las caminatas, oler el humo que salía de las casas de palo de sus vecinos y a regar los pisos de tierra para que no se levantara la polvareda. Allí aprendió a escabullirse de las corrientes de aire que se metían por las hendiduras de las tablas chuecas que hacían de paredes, a ponerle corcholatas a las láminas del techo para taponar los agujeros y amainar las goteras cada que llovía. Aprendió a ver con sus ojos tristes y estirados, la vida que pasaba deteniéndose en cada surco de la cara de los habitantes de Tetlatzinga, a distinguir entre la niebla espesa, a cegarse con el brillo de la nieve del Pico de Orizaba. También aprendió a cuidar a la virgencita de Guadalupe que su madre heredó de su abuela, a encender velas cuando se moría alguno de los parientes y a rezar novenarios. Lo que nunca aprendió bien fue el castellano, ni falta hacía porque en su idioma hablaban las 186 familias de sus paisanos, todos con quien ella quisiera comunicarse, su marido, sus hijos y sus nietos.
Con el tiempo aprendió más lecciones que se le habían reservado: quedarse callada cuando alguien de piel más clara la insultaba por no entender el “español”, a contenerse cuando la humillaban o la maltrataban, a bajar la cabeza si le robaban la leña que con esfuerzo había acarreado por el camino empinado o alguno de sus animales criados con las sobras de las hierbas que comía.
Digna creció Ernestina. Así se le encanecieron sus cabellos largos y trenzados; así se le marcó el rostro con cada una de las penas que soportó, digna. Con los años cargados, fue dejando las labores más pesadas para sus descendientes y tomando trabajos más ligeros: pastorear seis borregos con la ayuda de dos perros entre el bosque.
Desfilaban los días sin novedades, la rutina era la esperanza del siguiente día, hasta que en uno de esos, llegaron los “hombres del presidente”, asentándose a unos cuantos metros de su choza. Desde allí los soldados vigilaban la comunidad. El frío se calentó con la sola vista de las armas, las balas, las cartucheras; el zacate se quejaba cuando cambiaban la guardia, los pájaros y las ardillas salieron huyendo, los árboles se quedaron inmóviles (si por ellos fuera no les daban ni sombra). Nadie sabe a qué o por qué se apostaron allí los “valientes”, los vecinos son pacíficos y no se alborotan ni por sus miserias. Entonces los mexicanos no sabíamos que existían Ernestina, su familia, sus vecinos.
Fue la tarde del 25 de febrero, después de que el Presidente Calderón decretó un aumento del 40 % para “su” ejercito, cuando los hombres de verde festejaban los chorros de dinero retroactivo que correría entre sus manos, las mismas que ese día desde temprano, levantaban las botellas y vaciaron en sus bocas; ese día que les salió lo sub-humano, porque nunca ninguna bestia fue así. Persiguieron a Ernestina, nuestra hermana mayor, como le dicen, la amarraron, la amordazaron, la golpearon, la violaron; la ultrajaron por primera vez. Luego que sus hijos la encontraron ensangrentada y perdida entre la tierra húmeda del bosque de los alrededores, la llevaron en una pick up prestada a varios hospitales, que por la gravedad de la mujer, ninguno quiso recibir.
Sobrevivió nada más para decirle a su hija que habían sido los soldados quienes le hicieron aquello. Ya muerta, los médicos reconocieron la barbarie y la denunciaron. El dictamen pericial habla de “fractura de cráneo y costillas, lesiones en distintas partes del cuerpo, confirma que la violación fue por vía anal y vaginal... [...] Aunque no se puede asegurar que fueran varias personas, lo cierto es que las causas de su muerte fue por la anemia que le produjo la hemorragia en la vía anal”.
Después de los rosarios de rigor se le dio sepultura. El segundo ultraje se dejó venir, el Gobernador de Veracruz, Fidel Herrera
“[...] dio personalmente el pésame a la familia y prometió obras materiales...
“[...] empezó luego a llevar despensas y bicicletas a los indígenas de Tetlatzinga. El gobierno de Fidel Herrera contrató además a una constructora para edificarles casas de concreto a los familiares de la indígena violada, que dejó 5 hijos y una treintena de nietos.
“Estas obras ya empezaron. Se ven cuadrillas de albañiles, bultos de cemento, armazones de varilla y bloques apilados. Resaltan las finas puertas laqueadas de blanco, que contrastan con la miseria del lugar y aguardan a que las casas estén concluidas para ser puestas. Fundas de plástico las protegen de la humedad”...[1]
Francisco, hijo de Ernestina, añadió que también el gobierno le prometió a la comunidad dos camiones de pasajeros, para trasladar a los pequeños a la escuela más próxima y a los lugareños a sus trabajos.
La siguiente violación a la señora Ascensio Rosario, después de muerta, fue cuando el Presidente de la República, el que gobierna para todos, nos aseguró que la anciana había muerto de una gastritis mal cuidada, otra más cuando se autorizó la exhumación del cadáver y el otro presidente (nada más ni nada menos) que de los Derechos Humanos, el Ombusman José Luís Soberanes, sin leer lo que sus enviados atestiguaron, reportaron y firmaron que sí hubo violación, cómo y por dónde, apuntaló a Calderón al decir que realmente la mujer murió de gastritis crónica. ¿A quién o a quiénes protegen estos dos?
La historia no ha terminado, pero Ernestina Ascensio Rosario nos ha dado una lección de vida. ¿Seguiremos de brazos cruzados ante esta realidad?
Luisa Velasco
4 de abril, 07
Había una vez en Tetlatzinga, una comunidad nahua arrinconada en la sierra de Zongolica, Veracruz; el lugar era humilde, se respiraban las ganas de comer y el frío, que también helaba los pies descalzos. Allí nació Ernestina Ascensio Rosario hace 72 ó 73 años, hija de padres indígenas de lengua nahua. Desde siempre se dedicó a las obligaciones propias de cualquier mujer: echar tortillas, darles de comer a los animales, acarrear agua, soportar las caminatas, oler el humo que salía de las casas de palo de sus vecinos y a regar los pisos de tierra para que no se levantara la polvareda. Allí aprendió a escabullirse de las corrientes de aire que se metían por las hendiduras de las tablas chuecas que hacían de paredes, a ponerle corcholatas a las láminas del techo para taponar los agujeros y amainar las goteras cada que llovía. Aprendió a ver con sus ojos tristes y estirados, la vida que pasaba deteniéndose en cada surco de la cara de los habitantes de Tetlatzinga, a distinguir entre la niebla espesa, a cegarse con el brillo de la nieve del Pico de Orizaba. También aprendió a cuidar a la virgencita de Guadalupe que su madre heredó de su abuela, a encender velas cuando se moría alguno de los parientes y a rezar novenarios. Lo que nunca aprendió bien fue el castellano, ni falta hacía porque en su idioma hablaban las 186 familias de sus paisanos, todos con quien ella quisiera comunicarse, su marido, sus hijos y sus nietos.
Con el tiempo aprendió más lecciones que se le habían reservado: quedarse callada cuando alguien de piel más clara la insultaba por no entender el “español”, a contenerse cuando la humillaban o la maltrataban, a bajar la cabeza si le robaban la leña que con esfuerzo había acarreado por el camino empinado o alguno de sus animales criados con las sobras de las hierbas que comía.
Digna creció Ernestina. Así se le encanecieron sus cabellos largos y trenzados; así se le marcó el rostro con cada una de las penas que soportó, digna. Con los años cargados, fue dejando las labores más pesadas para sus descendientes y tomando trabajos más ligeros: pastorear seis borregos con la ayuda de dos perros entre el bosque.
Desfilaban los días sin novedades, la rutina era la esperanza del siguiente día, hasta que en uno de esos, llegaron los “hombres del presidente”, asentándose a unos cuantos metros de su choza. Desde allí los soldados vigilaban la comunidad. El frío se calentó con la sola vista de las armas, las balas, las cartucheras; el zacate se quejaba cuando cambiaban la guardia, los pájaros y las ardillas salieron huyendo, los árboles se quedaron inmóviles (si por ellos fuera no les daban ni sombra). Nadie sabe a qué o por qué se apostaron allí los “valientes”, los vecinos son pacíficos y no se alborotan ni por sus miserias. Entonces los mexicanos no sabíamos que existían Ernestina, su familia, sus vecinos.
Fue la tarde del 25 de febrero, después de que el Presidente Calderón decretó un aumento del 40 % para “su” ejercito, cuando los hombres de verde festejaban los chorros de dinero retroactivo que correría entre sus manos, las mismas que ese día desde temprano, levantaban las botellas y vaciaron en sus bocas; ese día que les salió lo sub-humano, porque nunca ninguna bestia fue así. Persiguieron a Ernestina, nuestra hermana mayor, como le dicen, la amarraron, la amordazaron, la golpearon, la violaron; la ultrajaron por primera vez. Luego que sus hijos la encontraron ensangrentada y perdida entre la tierra húmeda del bosque de los alrededores, la llevaron en una pick up prestada a varios hospitales, que por la gravedad de la mujer, ninguno quiso recibir.
Sobrevivió nada más para decirle a su hija que habían sido los soldados quienes le hicieron aquello. Ya muerta, los médicos reconocieron la barbarie y la denunciaron. El dictamen pericial habla de “fractura de cráneo y costillas, lesiones en distintas partes del cuerpo, confirma que la violación fue por vía anal y vaginal... [...] Aunque no se puede asegurar que fueran varias personas, lo cierto es que las causas de su muerte fue por la anemia que le produjo la hemorragia en la vía anal”.
Después de los rosarios de rigor se le dio sepultura. El segundo ultraje se dejó venir, el Gobernador de Veracruz, Fidel Herrera
“[...] dio personalmente el pésame a la familia y prometió obras materiales...
“[...] empezó luego a llevar despensas y bicicletas a los indígenas de Tetlatzinga. El gobierno de Fidel Herrera contrató además a una constructora para edificarles casas de concreto a los familiares de la indígena violada, que dejó 5 hijos y una treintena de nietos.
“Estas obras ya empezaron. Se ven cuadrillas de albañiles, bultos de cemento, armazones de varilla y bloques apilados. Resaltan las finas puertas laqueadas de blanco, que contrastan con la miseria del lugar y aguardan a que las casas estén concluidas para ser puestas. Fundas de plástico las protegen de la humedad”...[1]
Francisco, hijo de Ernestina, añadió que también el gobierno le prometió a la comunidad dos camiones de pasajeros, para trasladar a los pequeños a la escuela más próxima y a los lugareños a sus trabajos.
La siguiente violación a la señora Ascensio Rosario, después de muerta, fue cuando el Presidente de la República, el que gobierna para todos, nos aseguró que la anciana había muerto de una gastritis mal cuidada, otra más cuando se autorizó la exhumación del cadáver y el otro presidente (nada más ni nada menos) que de los Derechos Humanos, el Ombusman José Luís Soberanes, sin leer lo que sus enviados atestiguaron, reportaron y firmaron que sí hubo violación, cómo y por dónde, apuntaló a Calderón al decir que realmente la mujer murió de gastritis crónica. ¿A quién o a quiénes protegen estos dos?
La historia no ha terminado, pero Ernestina Ascensio Rosario nos ha dado una lección de vida. ¿Seguiremos de brazos cruzados ante esta realidad?
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