Detrás de la noticia - Ricardo Rocha
Tal vez mi fraterno Arturo Pérez-Reverte y otros corresponsales que vivimos la revolución sandinista en Nicaragua coincidan conmigo: nada era más peligroso que encarar a los soldados de Somoza. Ni verse de pronto en medio de un fuego cruzado en Managua, ni los bombardeos aéreos de los tramposos pull-push -que disparaban por delante y por detrás- en Masaya o León. Nada hacía sudar el espinazo como encontrarse con algún piquete de soldados. Eran impredecibles: igual te escupían a los pies que te dejaban pasar como si nada. Sus rostros hieráticos e impenetrables -a veces cubiertos por gafas oscuras- no expresaban nada, absolutamente nada. Por eso infundían tanto miedo. Por eso y por el dedo nervioso de siempre sobre el gatillo ultrasensible. Sabías que te podían matar en cualquier momento. Como le pasó a Bill Stewart, a quien de nada le valió su experiencia: el soldado aquel le ordena que se hinque y Bill se hinca; luego que se tire bocabajo y lo hace; después parece que se va pero a los dos pasos regresa y nada más porque le da la gana dispara su rifle tan a quemarropa que el cuerpo de Bill brinca desde el suelo. Nunca olvidaré la llegada de su cuerpo al hotel Intercontinental, primero reducto de periodistas y luego refugio de funcionarios y oficiales somocistas con sus familias. Ahí pude hablar alguna vez con un coronel al que le pregunté -supongo que estúpidamente- sobre la ferocidad de sus soldados. Es muy sencillo "descomponerlos", me dijo: "Por la noche se les interrumpe el sueño tres o cuatro veces con falsas alarmas y se les lleva a lugares donde no hay nada; igual se les saca de los cuarteles a media comida y luego han de pasar muchas horas de ayuno, eso y algunas otras cositas estimulantes los ponen furiosos y a punto para enfrentar al enemigo".
Por eso sé que nuestros soldados están descompuestos. Por eso violan mujeres. Por eso golpean y matan gente. Por eso muchos están furiosos y nerviosos. De otra manera no se explica la masacre de Sinaloa. Nada de retén, fue una emboscada. Apenas una lámpara en la noche y algún dedo oprimió el gatillo y luego siguieron todos los demás.
Fue inútil que Adán Esparza, de 29 años, saliera de la pick-up para gritarles que sólo llevaba mujeres y niños. Los militares siguieron disparando sus M-16 hasta que se hartaron. Luego la infamia y las mentiras: "Un niño fue el primero que abrió fuego", dijeron a vecinos y familiares que acudieron en auxilio de las víctimas; más tarde el propio Ejército retrasando el viaje al hospital de Culiacán con revisiones criminales en Los Alamillos, El Tigrito, Surutato y los Tepehuajes mientras los heridos se desangraban.
"Está claro que lo que querían era que se murieran todos para que no hubiera testigos", me dice Jesús Aceves, primo de Adán. Y casi lo logran: muertos por la tropa quedaron la esposa de Adán, Griselda, de 25 años, y sus hijos Edwin de siete, Grisel de cinco y Juana de dos, y hasta su hermana Alicia, una joven maestra rural. A Adán le destrozaron a balazos los dos brazos. Los mismos que alzó en son de paz para tratar de impedir que masacraran a su familia.
Ahora, la Sedena dice que los tres oficiales y 16 de tropa que perpetraron el crimen múltiple no cometieron homicidio. Serán acusados de "violencia contra las personas" y podrían salir libres hasta en dos años. El Ejército será juez y parte, a pesar de los reclamos porque sus soldados sean juzgados por un tribunal civil en tanto se trata de una matanza de civiles. Pero hasta ahora el gobierno federal no ha levantado siquiera un dedo. Ni una averiguación previa por parte de la PGR. Menos aún una investigación sobre los testimonios que afirman que esos mismos soldados fueron vistos encervezados días antes y que en el lugar de la emboscada había varias jeringas, según me dice el primo Jesús. Nada, la impunidad total para los miles que andan sueltos y descompuestos por todo el país con el pretexto del narcotráfico.
Olvidaba decir que la muerte de Bill sirvió para que el gobierno de Carter se viera obligado a deslindarse de Somoza y su ejército, precipitando la caída del dictador. Aquí, es probable que a los soldados no se les moleste ni con el pétalo de un pésame al sobreviviente de la masacre.
ddn_rocha@hotmail.comEsta dirección de correo electrónico está protegida contra los robots de spam, necesita tener Javascript activado para poder verla
Tal vez mi fraterno Arturo Pérez-Reverte y otros corresponsales que vivimos la revolución sandinista en Nicaragua coincidan conmigo: nada era más peligroso que encarar a los soldados de Somoza. Ni verse de pronto en medio de un fuego cruzado en Managua, ni los bombardeos aéreos de los tramposos pull-push -que disparaban por delante y por detrás- en Masaya o León. Nada hacía sudar el espinazo como encontrarse con algún piquete de soldados. Eran impredecibles: igual te escupían a los pies que te dejaban pasar como si nada. Sus rostros hieráticos e impenetrables -a veces cubiertos por gafas oscuras- no expresaban nada, absolutamente nada. Por eso infundían tanto miedo. Por eso y por el dedo nervioso de siempre sobre el gatillo ultrasensible. Sabías que te podían matar en cualquier momento. Como le pasó a Bill Stewart, a quien de nada le valió su experiencia: el soldado aquel le ordena que se hinque y Bill se hinca; luego que se tire bocabajo y lo hace; después parece que se va pero a los dos pasos regresa y nada más porque le da la gana dispara su rifle tan a quemarropa que el cuerpo de Bill brinca desde el suelo. Nunca olvidaré la llegada de su cuerpo al hotel Intercontinental, primero reducto de periodistas y luego refugio de funcionarios y oficiales somocistas con sus familias. Ahí pude hablar alguna vez con un coronel al que le pregunté -supongo que estúpidamente- sobre la ferocidad de sus soldados. Es muy sencillo "descomponerlos", me dijo: "Por la noche se les interrumpe el sueño tres o cuatro veces con falsas alarmas y se les lleva a lugares donde no hay nada; igual se les saca de los cuarteles a media comida y luego han de pasar muchas horas de ayuno, eso y algunas otras cositas estimulantes los ponen furiosos y a punto para enfrentar al enemigo".
Por eso sé que nuestros soldados están descompuestos. Por eso violan mujeres. Por eso golpean y matan gente. Por eso muchos están furiosos y nerviosos. De otra manera no se explica la masacre de Sinaloa. Nada de retén, fue una emboscada. Apenas una lámpara en la noche y algún dedo oprimió el gatillo y luego siguieron todos los demás.
Fue inútil que Adán Esparza, de 29 años, saliera de la pick-up para gritarles que sólo llevaba mujeres y niños. Los militares siguieron disparando sus M-16 hasta que se hartaron. Luego la infamia y las mentiras: "Un niño fue el primero que abrió fuego", dijeron a vecinos y familiares que acudieron en auxilio de las víctimas; más tarde el propio Ejército retrasando el viaje al hospital de Culiacán con revisiones criminales en Los Alamillos, El Tigrito, Surutato y los Tepehuajes mientras los heridos se desangraban.
"Está claro que lo que querían era que se murieran todos para que no hubiera testigos", me dice Jesús Aceves, primo de Adán. Y casi lo logran: muertos por la tropa quedaron la esposa de Adán, Griselda, de 25 años, y sus hijos Edwin de siete, Grisel de cinco y Juana de dos, y hasta su hermana Alicia, una joven maestra rural. A Adán le destrozaron a balazos los dos brazos. Los mismos que alzó en son de paz para tratar de impedir que masacraran a su familia.
Ahora, la Sedena dice que los tres oficiales y 16 de tropa que perpetraron el crimen múltiple no cometieron homicidio. Serán acusados de "violencia contra las personas" y podrían salir libres hasta en dos años. El Ejército será juez y parte, a pesar de los reclamos porque sus soldados sean juzgados por un tribunal civil en tanto se trata de una matanza de civiles. Pero hasta ahora el gobierno federal no ha levantado siquiera un dedo. Ni una averiguación previa por parte de la PGR. Menos aún una investigación sobre los testimonios que afirman que esos mismos soldados fueron vistos encervezados días antes y que en el lugar de la emboscada había varias jeringas, según me dice el primo Jesús. Nada, la impunidad total para los miles que andan sueltos y descompuestos por todo el país con el pretexto del narcotráfico.
Olvidaba decir que la muerte de Bill sirvió para que el gobierno de Carter se viera obligado a deslindarse de Somoza y su ejército, precipitando la caída del dictador. Aquí, es probable que a los soldados no se les moleste ni con el pétalo de un pésame al sobreviviente de la masacre.
ddn_rocha@hotmail.comEsta dirección de correo electrónico está protegida contra los robots de spam, necesita tener Javascript activado para poder verla
No hay comentarios:
Publicar un comentario