Julio Pomar
La más notable prueba de que es un error involucrar al ejército mexicano en la lucha contra el narcotráfico, está en el caso del general Gutiérrez Rebollo, quien se “volteó” a la responsabilidad que por ley tenía asignada --precisamente, la de combatir al crimen organizado-- y se convirtió en delincuente y traidor a sus armas. La influencia del narcotráfico es muy poderosa, y eso se sabe en todo el mundo lo mismo que aquí en México. Su poder corruptor e intimidatorio es brutal. Sobran los casos en que jueces prefieren no tocar estos asuntos porque saben que están siendo estrechamente monitoreados por los miembros de los grupos narcos.
Por si eso no bastase, ahí están los múltiples periodistas asesinados con impunidad (61 en los últimos años) o desaparecidos (5 hasta hoy), donde a veces se llega a saber que presumiblemente fueron víctimas de los narcotraficantes, pero que siempre quedan en el limbo de las impunidades. Y los más de mil “ejecutados” en la guerra entre bandas. El gobierno da muestras de que es incapaz ya no sólo para detener o prevenir estas acciones, sino para castigar tales crímenes. Incumple una de las dos principales justificaciones orgánicas de la existencia de todo gobierno republicano: salvaguardar la seguridad y bienes de los gobernados y proveer al bienestar material de los mismos. Es un asunto que, por su gravedad, merece ser tratado sin sensacionalismo, aunque tales atentados son de suyo escandalosos, sino con firmeza y profundidad. No debe quedarse en los grandes encabezados periodísticos, radiales o televisivos.
Hay una embestida del crimen organizado contra la seguridad de la sociedad. Esto es evidente sobre todo desde el foxismo, cuando se aflojaron de manera garrafal las riendas del control oficial sobre el entorno social, por ignorancia de la realidad, y entró el gobierno en un autismo del cual no logra salir el actual titular del Ejecutivo. Tienen razón quienes señalan que se trata de un asunto de reacomodo de “poderes” entre las bandas delictivas, al cual “invita” la debilidad del gobierno actual, como resultado del desaseado proceso electoral del 2006. La administración pública resultante, deslegitimada, sólo arrastra su debilidad hasta grados que nunca antes se habían registrado en México. Un gobierno débil, como el actual, deja vacíos de poder, que son llenados por quienes pueden. Y pueden, en el aflojamiento y el desorden imperantes, las bandas delincuenciales organizadas. El botín es muy generoso para ellas. Luego, se la “rifan” por la ganancia.
Una desesperación no bien meditada es, pues, lo que orilla a la actual administración a librar esa “guerra” por medio del ejército, que no está diseñado ni jurídica ni funcionalmente para dar este tipo de combates. El ejército está para salvaguardar la soberanía nacional (y para auxiliar a la población en casos de desastre, según un positivo nuevo agregado que se le ha hecho a sus funciones), no para gobernar por sí mismo. Coadyuvante del gobierno, sí, y que debe ser muy firme en ello, pero no participante directo en la tarea de gobernar. Meter al ejército a la arena social traerá a la corta o a la larga nefastas consecuencia para la República y para las libertades de los mexicanos. Tanto se insiste en que las fuerzas armadas jueguen un rol para el que no están previstas ni preparadas, que un día --que de ninguna manera es deseable que llegue-- habrán de exigir el poder total. La función crea el órgano, o el apetito, de tanto insistir en un camino. Literariamente dicho, se trata de no recalar en el ejemplo del “curioso impertinente” del Quijote de Cervantes.
Pero por lo pronto está el nefando antecedente del general Gutiérrez Rebollo, lo cual no quiere decir que este sea el común denominador, pero ahí está como antecedente, y muy peligroso.
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domingo, 3 de junio de 2007
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